Tierras de Caravaca de la Cruz.
Madrugada del 23 de Junio del 2010.
La noche permanecía sumida en una profunda paz. Una luna creciente iba recorriendo la bóveda celestial pausadamente y con un hechizo peculiar. El ulular hechizante de rapaces nocturnas, destacaba con embrujo sobre un silencio arcaico y apacible. La brisa, peregrina y cautivadora, nos brindaba el privilegio de escuchar su mítico lenguaje, cuando esta atravesaba con su etéreo cuerpo los pinares.
La noche anterior, el solsticio de verano, había sido la razón para que numerosos caballeros, se dieran cita en un prodigioso lugar que jamás será olvidado por nuestros corazones. Pues las tierras de Caravaca de la Cruz, poseen un poder natural arcaico de indudable notoriedad.
Obedeciendo a viejos cultos, a lejanas ceremonias remotas, los tres cazadores empuñamos nuestros ceremoniales arcos para iniciar la cacería del viejo, solitario y sagaz macho jabalí. En esta ocasión, el simbolismo de la cacería nos mostraría las claves, que nos enseñarían a ser capaces de superar las desavenencias de la vida y los defectos que todo ser humano posee en sí mismo y que tenemos que abatir, para evolucionar y caminar por el sendero de la benevolencia.
Como tres sombras silenciosas empezamos la ronda. Cada paso, cada movimiento ejecutado, tenía que ser aliado de aquel silencio que nos vigilaba constantemente. Llegado a un punto del recorrido, una de las sombras se alejó de nosotros, para apostarse en uno de los pasos donde confiábamos que el errante nocturno, el maestro del bosque, pasaría en algún momento de la noche. Mi compañero y yo habíamos decidido ubicarnos en otro paso con bastantes posibilidades de que aquel viejo solitario, el mismo que de tantas cacerías había escapado, desfilase con todo su poderío cerca de nuestras flechas. A las cuatro y treinta de la madrugada llegamos al apostadero, pues el solitario era puntual y a partir de las cinco de la madrugada, este pasaba por el lugar para dar por finalizada su jornada nocturna. Con mis mejillas comprobé, que la brisa venia a nuestro favor, justo de la dirección donde esperábamos que apareciera el verraco.
Mientras permanecíamos de pie, e inertes como estatuas, inicie el viaje hacia un lejano pasado, donde los antiguos cazadores aprendían de estas extraordinarias vivencias, ya que las cacerías representaban para algunos pueblos una escuela de iniciación y aprendizaje.
Entonces tuve en cuenta, los requisitos necesarios para enfrentarse a un animal tan inteligente y poderoso. Constancia, paciencia, astucia, temple, valentía, humildad y algo de intuición. Aquellas fueron las actitudes que más destacaron. Un conjunto de nobles valores que por desgracia, escasean en una sociedad moderna, carente de ética y de conductas honorables.
Durante largos años de mi vida, el señor de la noche, el maestro de los bosques, me ha dado a conocer un legado de conocimiento, el cual apliqué a la vida, y que contribuyó de manera relevante a la realización moral de mi persona, pues las misma actitudes que de manera natural emergen de mi interior en las cacerías, son herramientas indispensables con las que afrontar la vida.
El silencio que de manera imperiosa persistía en el lugar, fue interrumpido por el chasquido de una rama que sonó en la distancia. Instantes después, otros ruidos de ramajes, delataron la presencia de aquel solitario, que con toda tranquilidad, hociqueaba la tierra en busca de los bulbos, raíces e invertebrados que tanto gustan a estas glotonas criaturas.
Conforme la bestia se acercaba a nuestra posición, nuestros corazones se aceleraban, consecuencia de la excitación que estos poderosos animales ejercen sobre los cazadores. El cuerpo fue también invadido, por un incontratable temblequeo, pues no existe control sobre los nervios que emergen de manera tan inmediata. Nuestras vigilantes miradas esperaban localizar al gran solitario, que paulatinamente iba acercándose a nuestra posición. De repente, la brisa, que hasta el momento había sido nuestra aliada, decide caprichosamente cambiar de dirección. Cotilla y alcahueta, advierte al solitario de nuestra presencia. Para intimidarnos, el verraco emite unos escalofriante resoplos que nos dejan como bloques de hielo.
Un silencio profundo invade de repente el lugar. Durante minutos intentamos escuchar algún ruido que delate la posición del astuto animal mientras huía. Pero furtivo y prudente, el gran macho huyó o por lo contrario, aguarda silenciosamente en alguna sombra para controlar la situación.
Mi compañero y yo entrecruzamos las miradas. Ambos sabíamos que habíamos perdido la oportunidad, al menos por esa noche. Pero somos invadidos por una complacencia que muy pocos cazadores experimentan, pues es motivo también de felicidad, que el astuto morador de la noche, haya podido escapar de una posible muerte.
Tras la agitación que había provocado la entrada del solitario, de nuevo regresamos a un estado de máxima calma. Durante un tiempo, ambos arqueros, nos deleitamos del paisaje nocturno que nos envolvía. Como otras tantas veces, sentimos que el encanto de tales cacerías no reside únicamente en dar muerte a un animal, sino ser participe directo de tanta belleza y de una paz tan extraordinaria, que por desgracia muy pocos disfrutan. Además, estoy convencido que es la naturaleza y todas sus manifestaciones, la escuela para que todo hombre y mujer, descubran los ejemplos y leyes para una existencia mejor.
Por unos instantes, se desvanecieron los intentos primarios del cazador que aun reside en mi código genético. A cambio, otras tendencias de naturaleza sensitiva u emotiva, afloraron de aquella parte de mi ser místico que aun desconozco, pero que siento intensamente. De pronto me sentí parte del cosmos, integrado de tal manera con el todo, que por unos momentos sentí ser eterno. Y aunque la idea de morir acudió sin que yo la convocase, tuve la sensación de que tras mi muerte, yo aun seguiría formando parte de la naturaleza, parte del vasto universo. Aquellas ideas me hicieron llorar de felicidad, pues me consideré un privilegiado por haber tenido aquellas percepciones. Cuando a punto estuve de despertar de aquel enigmático estado, el ruido provocado por el quebrar de una rama, resonó desde la distancia y con nitidez en aquel valle de ensueño. Se trataba del gran jabalí, que en su apaciguada huida, no creyó conveniente escapar con rigurosa cautela. De nuevo, mis intentos de cazador brotaron de tal manera, que decidí recechar al animal. Para ello, recorrí una distancia enorme, pues mi intención fue cruzarme con el solitario, a su regreso a su encame. Gracias a que conocía la querencia del animal y sus posibles rutas por donde realiza sus andanzas, seguí mis instintos, convencido de que me encontraría cara a cara con él. Como el viento había cambiado y por suerte se mantenía, este ahora me favorecía para la estrategia que determiné realizar. La suerte me acompañó, pues para situarme en el lugar que presentía que pasaría el animal, hallé un entramado de sendas limpias, lo que me evitó de caminar monte a través y provocar todo tipo de ruidos que pondrían en alerta al astuto jabalí. Tras unos cuarenta y cincos minutos de recorrido, escuché no muy lejos de la posición en la que me encontraba, al caminante nocturno, aproximándose con una calma, impropia de estos desconfiados animales. Entonces comprobé, que estaba en un lugar despejado, donde podría avistar al animal y podría efectuar un lance limpio.
Decidí ocultar mi cuerpo tras el tronco de un viejo pino, pues estos animales parecen poseer la capacidad de tener memorizado, cada detalle del paisaje por donde transitan, con una precisión asombrosa. Los ruidos provocados por el solitario en su despreocupada andadura, me confirmaban que este venía directo a mi posición. De nuevo las pulsaciones de mi corazón se dispararon sin que yo nada pudiera hacer para relajarlo. Mi ojos iniciaron una actividad intensa y precisa, pues aunque la claridad de una creciente luna, estaba propiciando espacios claros, también las sombras provocadas por los árboles, representaban esa parte del bosque complicada, por la que deseas que no transite la presa que pretendes avistar con nitidez.
Hay está. Me dije a mí mismo un tanto amedrentado, cuando compruebo la envergadura y el tamaño de aquella colosal bestia. La distancia es de unos sesenta metros, no aconsejada para efectuar un lance con arco. El solitario apareció por mi flanco izquierdo, descendiendo por una senda de lo alto del cerro. La distancia más cerca por donde pasaba aquel sendero respecto a mi posición, era de unos treinta metros, distancia también desaconsejada para realizar el lance. Compruebo que el animal permanece entretenido, levantando las lajas de piedra que se encontraba por el camino, para comer de todo tipo de insectos, larvas, lombrices y otras delicias. El ruido provocado por las piedras camuflaría el ruido de mis pisadas, en mi tentativa de acortar distancia. Por suerte, el terreno permanecía libre de hojarasca seca y de esa gravilla chivata y soplona, poco amiga de los cazadores, que tenemos la pasión de caminar de noche por las entrañas de nuestra Madre Naturaleza. Cada paso que realizaba, cada meticuloso movimiento que ejecutaba, exigía un extraordinario esfuerzo que me acercaba al momento cumbre de aquella cacería, pues todo aquel proceso de precisos protocolos era crucial para poder realizar un lance solemne. De los treinta metros que me separaban de aquel titán de las sierras, logré situarme a la increíble distancia de doce metros, pero reconozco que sin la ayuda del dios del viento, de las inspiraciones de mis ancestros y otros favores que me dispensó la propia naturaleza, yo, Lobo Negro cazador, no hubiera podido realizar aquella proeza.
Había llegado el momento cumbre de aquella mágica cacería. Ahora tan solo quedaba encarar mi arco recurvado de 55 libras y efectuar el lance. Para mi preocupación, el gran jabalí había decidido salirse de la senda que transitaba para remontar monte arriba. La posición del verraco no era la más apropiada para ejecutar el lance, pues este me ofrecía su parte trasera. De repente, un mirlo al que el propio jabalí había quebrantado su descansar nocturno con sus hocicadas y gruñidos, levantó el vuelo al tiempo que emitía su peculiar y escandaloso graznido. Aquello sorprendió al jabalí y provocó que el animal volviera a retomar la senda. El cambio de rumbo, que incitó el soplón del bosque, pues el mirlo es un consumado delator, propició que el solitario me mostrase todo su perfil derecho. Era el momento de ejecutar el lance. Antes de iniciar con enorme discreción el levantamiento de mi arco, comprobé que el animal permanecía entretenido removiendo la tierra y que el ángulo de visión en el que yo me encontraba respecto a los ojos del jabalí, me favorecía. Asombrado por la corta distancia en la que me encontraba de aquel desconfiado y perspicaz animal, entre quince y doce metros, reconocí que aquella insólita hazaña no me pertenecía, pues el verdadero triunfador de aquella hazaña había sido el viento, que con una suave intensidad y constancia, alejaba mi olor corporal del sensible hocico del gran jabalí.
Situado el arco en el ángulo conveniente, inicio la lenta y silenciosa apertura de tan primitiva arma. El pulso que por lo habitual lo mantengo templado, persiste tembloroso y agitado. Con gran esfuerzo, logró abrir casi en la totalidad el arco. Tras apuntar de manera instintiva, tan solo me quedaba sentir el instante para realizar el lance. Una extraña certeza de que es el instante para lanzar la flecha me invade. La saeta es lanzada con determinación hacía el costado del Gran macho. Esta impacta en el costillar del animar y más de media asta penetra en sus carnes. Tengo la impresión de que los pulmones del animal han sido alcanzados, pues en el impacto he podido apreciar como el viento albergado en ellos, escapaba provocando un sonido destacable. Tras el impacto, el animal inicia la escapada. Como norma, concedo a la presa herida treinta minutos, un tiempo suficiente para que un dulce sueño lo envuelva tras la bajada de la presión arterial, consecuencia de la pérdida de sangre y de la herida letal que significa una lesión pulmonar. Inesperadamente, aquel coloso, se desploma a escasos treinta metros de mí. Su viaje a la otra existencia fue rápido y sin dolor.
A pesar de la caída casi inmediata del gran jabalí, permanecí quieto durante media hora aproximadamente. Pues inclusive con apenas un hilo de vida, estos bravos animales son capaces de sacar fuerzas y desaparecer con asombrosa rapidez. Mientras aguardaba me preguntaba por qué yo era cazador, por qué esa ancestral labor imperaba con tanta fuerza en mi ser. Durante un tiempo permanecí meditabundo. Hasta que un sentimiento me envolvió ofreciéndome la respuesta a tal interrogante.
Soy cazador porque aun permanezco vinculado a una estirpe de hombres, herederos de un legado natural que reconocen tal como una forma de vida humilde y digna. Un linaje de nobles cazadores, que toman de la naturaleza lo justo para sobrevivir, a través del esfuerzo y del respeto.
“Soy cazador, porque estoy sujeto a las leyes de la naturaleza, pues ella me enseña que tenemos que comer para poder vivir. Que tenemos que cazar para poder alimentar a nuestra prole. Pero ella también nos exige, que si privamos de la vida a uno de nuestros hermanos para alimentarnos de su cuerpo, estamos obligados a vivir con honor y honradez. El cazador se sirve de la naturaleza para mantener la vida, a cambio, este se convierte en servidor para cuidar y defender a su madre de todo indeseado agravio, que hombres sin conciencia realiza sin clemencia.
No debemos cazar por diversión. No se debe privar a un animal de su sagrada vida por otras razones que no sea la de alimentarse.
Aquellos que matan con criterios deshonestos, que cazan por despotismo, sus propias e indignas actuaciones, se convertirán en los cazadores que lo abatirán en algún momento de sus miserables vidas”.
Transcurrido un tiempo prudencial y tras confirmar que el gran macho ya no poseía ningún resquicio de vida, me acerqué donde su cuerpo yacía. Se trataba de un enorme y adulto jabalí que sobrepasaba los cinco años de edad. Con unas defensas de unos veinte centímetros, y un peso de ciento treinta y dos kilos, aquel navajero se cruzó en mi camino para que yo cumpliera con mi naturaleza de cazador.
Según costumbres de la comunidad de cazadores a la que pertenezco, el cuerpo del gran macho fue acompañado por los tres cazadores que habíamos participado en aquella inolvidable cacería. Hasta el alba, los tres arqueros permanecimos arrodillados, como símbolo de respeto y agradecimiento. Pues no únicamente nuestros cuerpos serían alimentados por su carne sana y natural, sino que nuestras almas de alguna manera fueron alimentadas de ciertas claves, que aquel sabio de los bosques, nos había enseñado durante los más de dos años que nos ocupó darle caza.
Dedico este relato, a aquellos nobles cazadores con arco, que tienen la gallardía de mantener viva esta caza ancestral. Ellos son parte de un legado que no debe desaparecer, miembros de una solemne casta de cazadores que aman y respeta a su madre naturaleza.
Por siempre estaréis presentes en mi corazón.
Lobo negro cazador.